Escribe: Camila Orchard
El verano es definitivamente un temporada que trae sus propios elementos: los amores de verano, las fiestas del verano, los viajes del verano, la playa, sus estrellas, el mar, la arena, el odio a los micros y la cantidad de personas melosas, el aumento en la venta de desodorantes (o eso espero), el aumento a la cantidad de veces que visitamos nuestras duchas, la forma en que miramos las oportunidades, así como muchas otras cosas más. Es simplemente aquella temporada en que Annie, la querida niña pelirroja, tiene razón al decir que “el sol saldrá mañana”. Por ello, las siguientes historias son de aquellas que solo pertenecen al verano.
El viento
Eran aproximadamente las 3 de la tarde y el viento soplaba cada vez más fuerte en la playa; por lo cual, algunas sombrillas comenzaron a tambalearse, otras sufrían un cambio abrupto en su peinado y cambiaban (no de forma adrede) su típico hongo que tanto nos ayuda a taparnos del sol por un estilo moderno que consistía en que las varillas dirigiesen la tela impermeable hacia arriba, y solo una, la más desafortunada, volaba sin sentido concreto lejos de sus dueños. Como acababa de levantarme decidí esperar a ver si alguien piadoso la recogía, al poco tiempo un hombre de ropa de baño verde, el cual se encontraba cerca al lugar de procedencia de aquella desafortunada sombrilla raptada por el viento, se acercó a y la metió al mismo hueco sin ajustarla, ponerle más arena alrededor o cualquier cosa que uno hace para evitar que vuelva a ocurrir. Es cuestión de segundos para que el viento vuelva llevársela, pensé. Dicho y hecho. Esta vez el hombre se volvió a acercar para recogerla y la dejo a un lado de las toallas de sus dueños, echada, abierta, frágil ante el viento. Por tercera vez el viento sopló y sopló. La inutilidad del hombre de ropa de baño verde me exacerbo y fui directo a arreglar sus vagos intentos de ayuda. Al no aparecer sus dueños, cerré la sombrilla, la desarme y la deje a salvo entre las toallas que ella conocía.
“El caos y sus reglas: un elemento básico de la mecánica cuántica era que el hombre creaba la realidad al observarla. Antes de la observación, lo que verdaderamente existía eran todas las situaciones posibles. Solo al mirar se concretaba la naturaleza tomando partido. Había, por tanto, una determinación intrínseca de la que el hombre era más testigo que protagonista. O puestos a apurar el asunto, ambas cosas a la vez: víctima tanto como culpable.” ( Pérez- Reverte 2006: 132)
Las estrellas
Ver estrellas en Lima es cuestión de suerte, pero por alguna razón siempre puedes encontrarlas en la playa. Como si unos kilómetros más allá fuesen la entrada a un lugar nuevo con reglas distintas. Ahí, si te detienes a observar, las encontrarás mirándote y tal vez con aún más suerte, las verás viajar rápidamente y querrás pedir un deseo. ¿Quién no ha pedido un deseo? Es parte del ser humano, desear. Mas , ¿por qué creemos que estas estrellas nos lo concederán? Tal vez por su luminosidad, o por su fugacidad, o porque las vemos atravesar el cielo (una inmensidad aún desconocida), o por sus visitas esporádicas, o por la combinación de todos estos elementos, son las razones por las cuales una estrella fugaz es el símbolo de nuestros deseos. Sin embargo, estás esperadas estrellas fugaces no son estrellas. Son meteoros. Los cuales, tal vez por su rapidez, o por lo que genera su impacto en la Tierra, o porque las películas nos han acostumbrado a relacionarlos con catástrofes, son razones por las cuales un meteoro puede simbolizar la destrucción. Deseo/destrucción… Ironías.
Son jóvenes, dijo el personaje del organillero del libro El viajero del siglo de Andrés Neuman, todavía creen que las cosas son bonitas o feas, así sin más.
La música
Esa noche se presentaba en el teatro la orquesta sinfónica con un repertorio en el cual incluía como pieza especial la participación de un trompetista capaz de hacer cantar con sentimiento a su instrumento. Y un señor, adulto mayor, muy puntual decidió entrar por unos segundos a la sala antes de que comience para conocer su ubicación. El señor llevaba unas sandalias cómodas ( para envidia mía que deseaba quedarme sin zapatos), una camisa, un pantalón y una bolsa de mercado. Me tocó acompañarlo a su asiento y al poco tiempo de reconocerlo me quitó su ticket y salió de la sala para hacerse dueño de una silla y empezar a leer un libro que saco de su bolsa. Al poco tiempo una mujer se le acercó, cruzaron algunas palabras y entró a la sala. Algunos minutos más tarde comenzó el concierto y el sonido de la trompeta se adueño de la sala, entonces el señor emocionado miraba a la señora, quien era su esposa, y al finalizar la pieza musical comenzó a exclamar ¡vivas! y aplaudir fuertemente. Que interesante dualidad la suya. Por otro lado, unos asientos más allá se encontraba una señora que narraba con gran emoción y volumen sus últimas noticias a su amiga. Entonces sentí una mirada penetrándola y encontré al señor que después de observarla un rato exclamó: ¡¿está sorda?! Pero lo mejor llegó al finalizar el intermedio, momento en el cual el señor se me acercó y preguntó: ¿ha entrado la sorda? , para luego durante la segunda mitad del concierto escuchar a la señora (o la sorda, como la llamaba el señor) quejarse con las personas que se sentaban detrás de ella porque no la dejaban escuchar, tiempo seguido dejar a su amiga sola y buscar otro sitio que por casualidades de la vida estaba más cerca del señor.
“Los vegetales tienen raíces, los hombres y las mujeres tienen pies”, dice George Steiner.
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