Escribe: Juan Antonio Huamaní
Luego de fiestas patrias, Voz Actual te trae en calidad de exclusiva una historia que ningún medio de comunicación se ha atrevido a contar. Una historia que mezcla fútbol, música y patriotismo. Una historia que tal vez se podría resumir en una sola palabra: Perú.
La primera y última vez que abracé a mi viejo fue en el estadio. De la primera ocasión solo guardo pequeños destellos de recuerdos que por momentos asaltan mi memoria, como la vez cuando me dijo: «mira, nosotros somos de ese equipo, el que está saliendo a la cancha». O cuando se paró a reclamarle al árbitro para que cobre un penal a favor de Perú, el equipo de sus amores, que ahora también era el mío. O quizás de la ocasión en la que le pregunté, cándidamente, si es que aquí podía hablar lisuras; y de su risa ahogada y de su barba mal afeitada y de su típico olor a cigarro que sentí cuando me besó luego de sentarme en sus piernas y decirme: «que no se entere mamá»; y de cómo le empezamos a mentar la madre al árbitro, a carajear al equipo rival y a aplaudir cuando una jugada era buena y a pararnos cuando pensábamos que podía llegar una ocasión de gol.
Todas esas cosas las aprendí, muy a groso modo, la primera vez que mi viejo me llevó al estadio. Con el transcurrir de los años fue mucho más difícil ir con él al Nacional. Mi juventud y su vejez no eran buenos complementos. Él prefería la casa y yo la calle.
Recuerdo con claridad el día en el que un amigo del colegio me informó que se estaba formando una banda de salsa y que estaban reclutando personas para trabajar los fines de semana. Yo en ese entonces pertenecía a la banda escolar y tocaba la trompeta. Acepté de inmediato. Los sábados y domingos la pasaba en discotecas de La Victoria o el Callao.
Al viejo no le gustaba esa vida. Decía que me iba a ir por mal camino, que él quería verme hecho un hombre útil para la patria. Yo era su único hijo y, por lo tanto, quería dedicar todos sus esfuerzos para que ingrese, al igual que él, a la Escuela Militar de Chorrillos. De esa manera, en casa se generaban siempre más de una discusión, sobre todo porque mis trabajos extras de madrugada se fueron haciendo mucho más frecuentes. Al final el viejo, luego de tantas discusiones y consejos, ganó la batalla y yo decidí que la música sería mi vehículo de entrada para estar en el Ejército.
Cuatro años después de mi ingreso a la escuela de cadetes, un cáncer al pulmón se llevó a mi viejo un mes de junio, en una fecha cercana al día del padre. Poco tiempo atrás, cuando los médicos le diagnosticaron poco tiempo de vida, y con mi primer sueldo como Cabo, lo llevé por primera vez a occidente: aquella tribuna donde el fútbol se podía ver de la misma manera en la que se ve desde un televisor. La tribuna en donde puedes llegar tarde y encontrar asiento. La tribuna donde la gente observa el partido sin preocuparse de nada más. Esa era la tribuna ideal del viejo, quien era una persona pensativa, metódica y analítica. Esa vez, por primera vez desde que fuimos al estadio, lo vi sentarse cómodamente en su butaca, fumar un cigarrillo y disfrutar del espectáculo. Ese día ganó Perú uno a cero. Ese día, al final del partido, y sabiendo que iba a morir, me pidió que su cajón sea rojo y blanco. Ese día, tuvimos la última oportunidad de gritar gol y de poder unirnos en un abrazo de padre a hijo. Y de hijo a padre. Fue la última vez que abracé a mi viejo.
Dos meses después de su muerte, el 29 de julio de 2016, me informaron que el actual presidente del Perú, Pedro Pablo Kuczynski, quería rendir un homenaje a todas aquellas personas que habían dado su vida por su patria, motivo por el cual, antes del desfile militar, la banda
del ejército debería tocar un minuto de silencio, tarea que se me fue encomendada.
del ejército debería tocar un minuto de silencio, tarea que se me fue encomendada.
Cuando llegó ese momento, por alguna extraña razón, me acordé del viejo, y de su mirada reflexiva y de su barba siempre mal afeitada y también del día de su muerte. Y cerré los ojos intentando impedir la caída de una lágrima. Con manos temblorosas llevé la trompeta a mi boca y toqué el minuto de silencio. Y sentí que estaba en el funeral de mi viejo, y que cada nota que salía de la trompeta era para él, aunque nadie lo supiera y aunque la gente pensara que todo ya estaba ensayado con mucha anticipación.
Y mejor que hubiese sido así, porque de cierta forma transmitía una complicidad entre el viejo y yo; e imaginé que el viejo sabía que, cuando suene la trompeta, cada nota simbolizaría las veces que estuvimos juntos, y representaría la tristeza de ya no poder abrazarnos más con un grito de gol. Pero imaginé también que él sabía, que cuando suene la trompeta, sería para transmitir la alegría y el amor de ver jugar a la selección; y me miraría como solía mirar a las personas: de forma analítica y dulce a la vez; y sonreiría, y en ese momento, los dos recordaríamos las veces en las que fuimos felices intentando construir un país, una patria, una nación, una familia, un sentimiento llamado Perú.
Dedicado a todas las personas que, de alguna u otra manera, hacen patria.
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