
Lo primero que hice al quitarme los audífonos, dice Henry Montalbán, es una especie de adivinanza sobre con qué tema trivial comenzaría la plática el taxista: generalmente podía ser el clima, el tráfico, la política, mujeres, o cualquier otra buena excusa para no hacer tan largo el viaje. El problema es que yo no tenía ni el humor ni el tiempo para iniciar una conversación que me distraiga de mi principal objetivo: estudiar la lectura que me faltaba. A lo descrito anteriormente es justo añadir que de acá a un tiempo había perdido un poco la confianza en los taxistas: si te hablan del clima es que no son buenos conversadores; del tráfico es porque al final de la carrera intentarán subirte el precio un par de soles más; de mujeres es porque han escuchado historias de otros, o simplemente se las inventan; porque eso sí, ser taxista es un rol protagónico en la sociedad. Y ellos lo asumen con honores. Nadie tiene más historias que un taxista. El problema es que, o ya me sabía todas, o no creía nunca ninguna.

No miente. La verdad está en sus ojos. ¿Cómo era entonces esto posible?
Lo que pasa, joven, es que yo tengo un "clientito" que cada cierto tiempo me llama. Se llama Manolo. En realidad. la que me llama es su madre. Ayer me estuvo llamando, quedé a una hora y no pude llegar. Se me hizo tarde. Mucho tráfico, joven. Por querer ganar un sencillo en una carrera, al final no pude llegar con Manolo.

Y ayer joven, no pude llegar. Hace dos semanas que no veo a Manolo. ¿Cómo estará? Hay ocasiones en las cuales, cuando le recojo, ni bien se sube en el asiento de copiloto me empieza a meter puñetes en el hombro. Yo le digo: ¡Hey, Manolo, qué pasa! ¿Quieres que nos choquemos? No, me dice. ¿Entonces?, le pregunto. ¿No ves que me puedes hacer chocar? Ya, Manolo, calmado, Manolo, tranquilo, Manolo. Perdón, a veces me dice. A veces se molesta. Cuando eso pasa lo llevo al mar, para que se relaje. Ya, Manolo, perdóname, te invito un café, esta vez pago yo, le digo.
Fue en ese preciso momento en el cual me di cuenta que el taxista decía la verdad: lo delató su mirada en el asiento vacío de copiloto, como si en él estuviera Manolo y como si en ese preciso instante le estuviese pidiendo disculpas por ser tan estúpido de haberlo dejado ayer por culpa del tráfico. Perdóname, Manolo, le dice con los ojos mientras le da "palmaditas" al asiento de copiloto como si Manolo estuviera ahí, o como si pudiera retroceder el tiempo, o como si en verdad Manolo fuera el hijo que quizás nunca tuvo, o él el padre que merecía Manolo. Ahí estaba el taxista, mirando el asiento de copiloto, regañando a Manolo, pidiéndole disculpas, invitándole un café. Como queriéndole decir que el dinero de su madre no le importaba, ni siquiera la gasolina, él solo quería llegar a tiempo, él solo quería estar junto a ti, Manolo…
Noté que, al faltar una cuadra para llegar, no había leído nada de la lectura. Esto poco o nada me importó. Le pagué. Quédese con el vuelto, le dije. Hace tiempo que no escuchaba una buena historia. Es lo más justo. Y mientras me iba raudo a dar mi examen me dije: nunca subas a un taxi con audífonos. Nunca más.
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