Lunes, 9 de mayo de 2016. Primer día de parciales de Henry Montalbán. Siete y catorce de la mañana, mala hora: el tráfico está en su máxima expresión. Parcial a las 8 en punto. No va a llegar. Toma taxi. No regatea –tampoco está de humor para hacerlo– y sube al taxi en la parte trasera para estar más cómodo. No tiene intenciones de perder un solo minuto: se desabrocha el saco, saca del maletín la lectura que le falta y se pone los audífonos. Craso error. Se los quita, el taxista tiene algo que decirle. Esta es su historia:
Lo primero que hice al quitarme los audífonos, dice Henry Montalbán, es una especie de adivinanza sobre con qué tema trivial comenzaría la plática el taxista: generalmente podía ser el clima, el tráfico, la política, mujeres, o cualquier otra buena excusa para no hacer tan largo el viaje. El problema es que yo no tenía ni el humor ni el tiempo para iniciar una conversación que me distraiga de mi principal objetivo: estudiar la lectura que me faltaba. A lo descrito anteriormente es justo añadir que de acá a un tiempo había perdido un poco la confianza en los taxistas: si te hablan del clima es que no son buenos conversadores; del tráfico es porque al final de la carrera intentarán subirte el precio un par de soles más; de mujeres es porque han escuchado historias de otros, o simplemente se las inventan; porque eso sí, ser taxista es un rol protagónico en la sociedad. Y ellos lo asumen con honores. Nadie tiene más historias que un taxista. El problema es que, o ya me sabía todas, o no creía nunca ninguna.
Sin embargo, la pregunta inicial del taxista me dejó perplejo: ¿Le cobré 15 soles hasta la universidad, cierto? Creo que lo más indicado es que sean 12, siempre me pagan eso los chicos que van para allá. Porque usted va para allá, ¿cierto? Debería admitir que las preguntas iniciales lejos de provocarme algún sentimiento referido al asombro y admiración, provocó en mí los sentimientos de la duda y la desconfianza. ¿Quién en su sano juicio te baja 3 soles solo porque es lo justo? Mientras le daba vueltas a esas interrogantes en mi mente, el taxista, casi sin querer, soltó otro enunciado que me hizo reflexionar aún más: Es que ayer me avisaron de una carrera en mi celular, y la perdí, pucha madre, cómo me pude perder esa carrera, y solo por estar por ahí deambulando intentando cobrar un precio alto. Hoy, que es tan temprano, intentaré cobrar un precio justo, para ver cómo me va. De repente puedo tener más carreras.
No miente. La verdad está en sus ojos. ¿Cómo era entonces esto posible?
Lo que pasa, joven, es que yo tengo un "clientito" que cada cierto tiempo me llama. Se llama Manolo. En realidad. la que me llama es su madre. Ayer me estuvo llamando, quedé a una hora y no pude llegar. Se me hizo tarde. Mucho tráfico, joven. Por querer ganar un sencillo en una carrera, al final no pude llegar con Manolo.
Manolo, me dijo como anticipándose a mi pregunta, es un chico que sufre de esquizofrenia. Tendrá, pues, sus treinta y tantos años. Tengo un acuerdo con su madre: lo recojo en su casa, ella me da para la gasolina y cincuenta soles por estar con él de seis hasta las diez de la noche. Yo lo llevo por casi todos los lugares. A Manolo le gusta ir a Larcomar. Ese Manolo, le encanta ver el mar. Luego de eso me dice: te invito un café. Su madre aparte le deja una propina a él. Al comienzo se descontrolaba: me invitaba café y panes y algún otro aperitivo. Yo le digo: Calma, Manolo. ¿Qué pasa? ¿Por qué te gastas tu plata? ¿Y para ti? Y Manolo reacciona, y me quita un poco de lo que me dio, y eso lo consume él. Ha aprendido mucho. Ahora me invita pero medido, ya sabe darse cuenta "solito". Ese Manolo, cuántas cosas ha aprendido…
Y ayer joven, no pude llegar. Hace dos semanas que no veo a Manolo. ¿Cómo estará? Hay ocasiones en las cuales, cuando le recojo, ni bien se sube en el asiento de copiloto me empieza a meter puñetes en el hombro. Yo le digo: ¡Hey, Manolo, qué pasa! ¿Quieres que nos choquemos? No, me dice. ¿Entonces?, le pregunto. ¿No ves que me puedes hacer chocar? Ya, Manolo, calmado, Manolo, tranquilo, Manolo. Perdón, a veces me dice. A veces se molesta. Cuando eso pasa lo llevo al mar, para que se relaje. Ya, Manolo, perdóname, te invito un café, esta vez pago yo, le digo.
Fue en ese preciso momento en el cual me di cuenta que el taxista decía la verdad: lo delató su mirada en el asiento vacío de copiloto, como si en él estuviera Manolo y como si en ese preciso instante le estuviese pidiendo disculpas por ser tan estúpido de haberlo dejado ayer por culpa del tráfico. Perdóname, Manolo, le dice con los ojos mientras le da "palmaditas" al asiento de copiloto como si Manolo estuviera ahí, o como si pudiera retroceder el tiempo, o como si en verdad Manolo fuera el hijo que quizás nunca tuvo, o él el padre que merecía Manolo. Ahí estaba el taxista, mirando el asiento de copiloto, regañando a Manolo, pidiéndole disculpas, invitándole un café. Como queriéndole decir que el dinero de su madre no le importaba, ni siquiera la gasolina, él solo quería llegar a tiempo, él solo quería estar junto a ti, Manolo…
Noté que, al faltar una cuadra para llegar, no había leído nada de la lectura. Esto poco o nada me importó. Le pagué. Quédese con el vuelto, le dije. Hace tiempo que no escuchaba una buena historia. Es lo más justo. Y mientras me iba raudo a dar mi examen me dije: nunca subas a un taxi con audífonos. Nunca más.
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