martes, 4 de noviembre de 2014

Lengua de todos, de pocos tesoro: la lexicografía en el siglo XXI

Redactor Invitado: Elio Vélez Marquina
Universidad del Pacífico

Con el mismo recato con que un bibliófilo acude a sus estantes preñados de tomos centenarios, hoy cualesquiera usuarios se dirigirán a un volumen impreso del Diccionario de la Lengua Española: el diccionario actual pertenece al ciberespacio y no a la galaxia de Gutemberg. Y, sí, el nombre cambió. No más Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española para resolver dudas o, mejor aún, para verificar los significados que hábilmente se intuyen e ingenuamente se dan por sentados. Con la nueva edición del tricentenario, la Real Academia de la Lengua Española (RAE) traslada en parte su carga a las academias americanas y, curiosamente, el vulgo hispánico o se ofende porque desconoce sus creaciones o se confunde porque tergiversa las funciones académicas.


            Ahora muchos se espantan con el cambio nominal de este lexicón. Sin embargo, desatienden el anacronismo que practicaban lisonjeramente: el adjetivo real poco o nada conllevaba de mayestático y, más aun, insuflaba un tufillo de centralismo imperial que la alicaída economía matritense del siglo XVII había terminado por desbaratar. El nuevo acrónimo, DILE, resulta al mismo tiempo sugerente y preciso. Que se trata de un Diccionario de la Lengua Española nos queda tan claro como la sutil evocación del imperativo singular de decir. Dile al hablante, dile al oyente, dile al amigo. ¿Y qué es lo que se dice? Pues ese algo, ese acusativo tácito, será ni más ni menos que la lengua española. El dativo, por su parte, es el receptor del obsequio, de la sentencia dicha. Un nombre que sugiere en su morfología el acto comunicativo pleno es auspicioso. En un paisaje global donde todas las marcas se reinventan, la adaptación exhibe los giros paradigmáticos. Este diccionario no podía ser la excepción.

            No podía serlo por una razón asaz obvia. Desde hace décadas la Asociación de Academias de la Lengua Española ha trabajado esforzadamente para que RAE incorpore en el lexicón oficial diversas voces habladas y escritas por millones de americanos. Ciertamente se publicaron en el ínterin otros diccionarios: el Panhispánico de dudas, el de Americanismos… Pero el DRAE seguía incólume a la variación. Aun cuando no era voluntad de la Academia, algunos usuarios (los lingüistas politizados y ajenos voluntariamente a la historia de su lengua son los peores) denostaban sobre una supuesta preeminencia mayestática que ubicaba en posición zaguera a los registros del Nuevo Mundo. Nada más impreciso. La RAE es una institución propia de una realidad de origen imperial que paulatinamente se ha modificado a la moda de los siglos. El peso que ostenta es un evidente resultado de la expansión cultural de sus huestes armadas con biblias o espadas. Y, si se adopta la narrativa psicoanalítica, se la verá como un padre cuyos hijos ahora crecidos lo desafían. Todo padre sabio da un paso al lado cuando el hijo sobresale con madurez. ¿Esta analogía es aplicable a la realidad hispanoamericana? Pregunta retórica para buenos entendedores.

            DILE, nuevo diccionario general (que muestra gran variedad de registros de la lengua), trae nuevos términos en sus páginas. Al respecto, el barullo de los tuits no se hizo esperar porque la opinión acelerada hoy es norma. Encontrar entradas dedicadas a palabras oriundas del léxico coloquial (y en ocasiones lumpen… germanía es voz acaso incomprensible)  ha resultado indignante para muchos cibernautas que, por cierto, no se asquean de la escritura degradada que se origina en sus teléfonos inteligentes o tabletas. Dichas palabras (aquí no consignadas por ser deleznables) están vivas, existen gracias a miríadas de hablantes que las saborean en cada anacoluto, en cada oración llena de redundancias, en cada sentencia que toma como paradigma los dichos de la caja boba o de los vídeos de YouTube. La RAE y las academias americanas sensatamente las acogen, porque la lengua -como sentencia Perogrullo- es de los hablantes. DILE lo que es.

            Parece, si se atiende la indignación de los pretendidos estetas, que hay demanda de un Tesoro de la lengua, es decir, de un diccionario que recoja voces selectas, sea por su precisión sea por su rareza o exotismo arcaizante. Estos son los confundidos susodichos. A esta especie, RAE, DILE que un diccionario de la lengua general constituye una suerte de cartografía del léxico todo y no necesariamente un florilegio de vocablos sublimes. No hay que desoír, sin embargo, la sensatez que emerge del cotilleo digital: en tiempos que exigen tanta excelencia de los profesionales, una herramienta como el antiguo Tesoro de la lengua española sería, en caso se confeccione, tan útil como requerida. Los instrumentos existen, solo hay que usarlos del modo mejor. Lamentablemente solo quienes accedan a la educación superior, por el momento, serán capaces de nutrir su repertorio paradigmático, siempre y cuando sus modelos ofrezcan algo más que jerga fácil y obviedades. Resulta difícil imaginar un nuevo tesoro lexicográfico que no se nutra de la literatura, de los textos logrados del orbe hispánico. De lograrse una elite letrada tal, deberá difundir sus conquistas idiomáticas en todo medio público. La imitación, después de todo, ha sido siempre una excelente maestra de lo bueno[1].




* Dedico este texto a mis alumnos de la Universidad del Pacífico. A ellos les digo que fue escrito a partir de un esquema previo y que deliberadamente ostenta un léxico variado y enjundioso. Si para entenderlo tuvieron que acudir al diccionario su propósito fue logrado.

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