Redactor Invitado: Elio Vélez
Marquina
Universidad del Pacífico
Con el mismo
recato con que un bibliófilo acude a sus estantes preñados de tomos
centenarios, hoy cualesquiera usuarios se dirigirán a un volumen impreso del Diccionario de la Lengua Española: el
diccionario actual pertenece al ciberespacio y no a la galaxia de Gutemberg. Y,
sí, el nombre cambió. No más Diccionario
de la Real Academia de la Lengua Española para resolver dudas o, mejor aún,
para verificar los significados que hábilmente
se intuyen e ingenuamente se dan por
sentados. Con la nueva edición del tricentenario, la Real Academia de la Lengua
Española (RAE) traslada en parte su carga a las academias americanas y,
curiosamente, el vulgo hispánico o se ofende porque desconoce sus creaciones o
se confunde porque tergiversa las funciones académicas.
Ahora
muchos se espantan con el cambio nominal de este lexicón. Sin embargo,
desatienden el anacronismo que practicaban lisonjeramente: el adjetivo real poco o nada conllevaba de
mayestático y, más aun, insuflaba un tufillo de centralismo imperial que la
alicaída economía matritense del siglo XVII había terminado por desbaratar. El
nuevo acrónimo, DILE, resulta al mismo tiempo sugerente y preciso. Que se trata
de un Diccionario de la Lengua Española nos queda tan claro como la sutil evocación del
imperativo singular de decir. Dile al
hablante, dile al oyente, dile al amigo. ¿Y qué es lo que se dice? Pues ese
algo, ese acusativo tácito, será ni más ni menos que la lengua española. El
dativo, por su parte, es el receptor del obsequio, de la sentencia dicha. Un
nombre que sugiere en su morfología el acto comunicativo pleno es auspicioso.
En un paisaje global donde todas las marcas se reinventan, la adaptación exhibe
los giros paradigmáticos. Este diccionario no podía ser la excepción.
No
podía serlo por una razón asaz obvia. Desde hace décadas la Asociación de
Academias de la Lengua Española ha trabajado esforzadamente para que RAE
incorpore en el lexicón oficial diversas voces habladas y escritas por millones
de americanos. Ciertamente se publicaron en el ínterin otros diccionarios: el
Panhispánico de dudas, el de Americanismos… Pero el DRAE seguía incólume a la
variación. Aun cuando no era voluntad de la Academia, algunos usuarios (los
lingüistas politizados y ajenos voluntariamente a la historia de su lengua son
los peores) denostaban sobre una supuesta preeminencia mayestática que ubicaba
en posición zaguera a los registros del Nuevo Mundo. Nada más impreciso. La RAE
es una institución propia de una realidad de origen imperial que paulatinamente
se ha modificado a la moda de los siglos. El peso que ostenta es un evidente
resultado de la expansión cultural de sus huestes armadas con biblias o
espadas. Y, si se adopta la narrativa psicoanalítica, se la verá como un padre
cuyos hijos ahora crecidos lo desafían. Todo padre sabio da un paso al lado
cuando el hijo sobresale con madurez. ¿Esta analogía es aplicable a la realidad
hispanoamericana? Pregunta retórica para buenos entendedores.
DILE,
nuevo diccionario general (que muestra gran variedad de registros de la
lengua), trae nuevos términos en sus páginas. Al respecto, el barullo de los
tuits no se hizo esperar porque la opinión acelerada hoy es norma. Encontrar
entradas dedicadas a palabras oriundas del léxico coloquial (y en ocasiones
lumpen… germanía es voz acaso incomprensible)
ha resultado indignante para muchos cibernautas que, por cierto, no se
asquean de la escritura degradada que se origina en sus teléfonos inteligentes
o tabletas. Dichas palabras (aquí no consignadas por ser deleznables) están
vivas, existen gracias a miríadas de hablantes que las saborean en cada
anacoluto, en cada oración llena de redundancias, en cada sentencia que toma
como paradigma los dichos de la caja boba o de los vídeos de YouTube. La RAE y
las academias americanas sensatamente las acogen, porque la lengua -como
sentencia Perogrullo- es de los hablantes. DILE lo que es.
Parece,
si se atiende la indignación de los pretendidos estetas, que hay demanda de un
Tesoro de la lengua, es decir, de un diccionario que recoja voces selectas, sea
por su precisión sea por su rareza o exotismo arcaizante. Estos son los
confundidos susodichos. A esta especie, RAE, DILE que un diccionario de la
lengua general constituye una suerte de cartografía del léxico todo y no
necesariamente un florilegio de vocablos sublimes. No hay que desoír, sin
embargo, la sensatez que emerge del cotilleo digital: en tiempos que exigen
tanta excelencia de los profesionales, una herramienta como el antiguo Tesoro de la lengua española sería, en
caso se confeccione, tan útil como requerida. Los instrumentos existen, solo
hay que usarlos del modo mejor. Lamentablemente solo quienes accedan a la
educación superior, por el momento, serán capaces de nutrir su repertorio
paradigmático, siempre y cuando sus modelos ofrezcan algo más que jerga fácil y
obviedades. Resulta difícil imaginar un nuevo tesoro lexicográfico que no se
nutra de la literatura, de los textos logrados del orbe hispánico. De lograrse
una elite letrada tal, deberá difundir sus conquistas idiomáticas en todo medio
público. La imitación, después de todo, ha sido siempre una excelente maestra
de lo bueno[1].
* Dedico este texto a mis
alumnos de la Universidad del Pacífico. A ellos les digo que fue escrito a
partir de un esquema previo y que deliberadamente ostenta un léxico variado y
enjundioso. Si para entenderlo tuvieron que acudir al diccionario su propósito
fue logrado.
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Demasiado presuntuoso.
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